sábado, 17 de noviembre de 2012

Pedro Zarraluki




“Busqué en vano la curva triste de su nuca por entre las cabezas que se abatían sobre los tomos abiertos. Finalmente, cogí al azar un libro de consulta y me senté entre los lectores. Había allí tanto sosiego —tanta actividad subterránea y callada— como en un fumadero de opio. Quizás me venció aquella atmósfera de ardiente concentración, y puede ser incluso que la locura que se paseaba por mi interior hubiera encontrado un buen asidero, pero miré hacia la puerta esperando ver aparecer a Irene y entonces lo oí. Oí con toda claridad el rumor que hacían los libros al hablar entre ellos, su oculto trasvase de confidencias, de secretos y revelaciones en el laberinto de aquellas estanterías cubiertas siempre de polvo, y supe lo que buscaba Irene cuando se encerraba allí: algo más que noticias del mundo, algo más que respuestas a preguntas que pudiera formular, algo que seguramente no podía decirse con palabras ni podía escribirse y que sin embargo se encontraba entre aquellas paredes, vivo, palpable, confundido con el aroma de mi amada, tan intenso que se podía alimentar uno de ello sin preocuparle que fuera una falsedad inocua -otro espejismo de agua clara- o un veneno que hubiera sido mejor no llegar nunca a probar. Y supe que quería hundirme con Irene en aquel pozo insondable, en aquel murmullo de voces enmudecidas para siempre, en aquel silencio que se demoraba inabarcable, tan intenso que se disolvían en él todas las ausencias, la angustia más poderosa y hasta la vida misma, tan bello y terrible que en su seno se dejaba de ser miserable y las traiciones lo eran de verdad, el amor se volvía sublime y la muerte acababa siendo algo muy grande que apartaba de su lado a las almas mediocres. Y todo ello gracias al enorme simulacro de la literatura, quizás la única actividad sincera de una especie acostumbrada a los engaños.”
(La historia del silencio)




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