jueves, 26 de abril de 2012

París no se acaba nunca (fragmento)


"19
(...)
No había tardado mucho, gracias al libro de Unamuno, en encontrar la historia que contaría en mi novela (la de un manuscrito que pasaba de mano en mano y producía siempre la muerte de quien lo leía), pero me faltaban, tal como me había indicado la Duras en su cuartilla con instrucciones, detalles de todo tipo: saber, por ejemplo, que clase de estructura pensaba darle a mi historia. La encontré pronto, la encontré el día en que me di cuenta de que en realidad bastaba copiar la estructura de un libro ya existente y que a ser posible me gustara. Así de sencillo era, o así me lo pareció. No podía estar dando muchas vueltas al asunto problemas de estructura cuando aún quedaban pendientes otros que parecían más complicados, como, por ejemplo, unidad y armonía o técnica narrativa, y ya no digamos lo de registro lingüístico, que me pareció lo más enigmático. Así pues, en lo referente a la estructura, no convenía tener demasiados escrúpulos. Después de todo, me dije, los escritores jóvenes copian modelos, imitan a los escritores que les gustan, y a mí no me conviene arriesgarme por sendas más complicadas, pues me expongo a no escribir nunca.

¿Y qué libro me gustaba? Decidí elegir uno que no podía decirse precisamente que fuera de mi gusto (y no lo era porque no acababa de comprenderlo), pero que tenía una estructura que parecía de alto nivel intelectual, eso lo tenía yo bien claro. Y elegí a Vladimir Nabokov, que, valiéndose de un prólogo y de un voluminoso corpus de notas a un mediocre poema, había confeccionado de una forma inteligentemente enrevesada su novela Pálido fuego. No lo pensé dos veces y puse manos a la obra. Me dije que mi novela estaría organizada en forma de prólogo y comentarios a un manuscrito de prosa poética que iría en medio del libro. Escribí el prólogo y luego, una tras otra, fueron cayendo -con una exasperante lentitud, propia de mi condicón de escritor principiante- las diabólicas notas o comentarios tras los que, agazapada, estaba la Muerte del desprevenido lector, que sin darse cuenta, hacia la mitad del libro, leería el manuscrito que al término del volumen la maléfica narradora desvelaría que provacaba la muerte de todos cuantos lo lean."


Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948)



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